Hugo D’Acosta, el viaje de un pionero de la enología mexicana a la milpa del vino

La primera epifanía de Hugo D’Acosta con el vino no está del todo clara. Tiene dos, pero no sabe cuál está consciente. La primera que le viene a la cabeza es una Navidad, cuando tenía entre 10 o 12 años, en una fiesta en casa de su tía. Pasó un camarero con champán. Tomó un vaso y lo probó. No habían pasado ni cinco segundos y recibió una bofetada de su madre por el “atrevimiento” de tomar esa bebida a esa edad. Una de las cosas que recuerda de ese sorbo, algo que cualquier niño o adolescente percibiría en ese tipo de situación, es la similitud con la efervescencia de un refresco, pero con un amargor que prometía algo por venir. “Refrescante, pero a la vez como un sabor formal, evidentemente adulto”, recuerda. Esa noche descubrió que había “muchas cosas escondidas” en esa bebida.

D’Acosta (Guanajuato, 64 años) no proviene de una familia de bodegueros. Tampoco había antecedentes de enólogos en su linaje. No hay historia ni relación fraternal con el vino, “mi abuelo no lo servía”, recuerda, pero sí interés por la uva. Durante unas vacaciones de verano encontró una escuela de fruticultura cerca de su casa, donde conoció cómo se cultiva esta fruta y cómo se elabora el vino. Esta experiencia cambió su sentir e ideas de lo que quería ser vocacionalmente. Cuando tuvo que elegir una carrera, las dos opciones eran bioquímica o agronomía. Escogió la segunda, pero con una visión hacia una especialidad enológica.

Salió de México en 1981 con una beca de tres años para estudiar en la Escuela Superior de Agronomía de Montpellier, en Francia, donde comenzó a abrirse camino y a pensar en el camino que tomaría de la mano de la uva y el vino, en el sentido de si quería especializarse en docencia, investigación o producción. Las dudas se diluyeron y después de dos años en Francia, con una beca restante, lo invitaron a otra escuela en Italia. “El Director de Turín [de la escuela] Me dijo ‘ven para que veas otra forma de condimentar la vida’. Le tomé la palabra. Es maravilloso ver estos contrastes, estas diferentes maneras de hacer lo mismo con diferentes enfoques”, dice en una casa en la Ciudad de México, donde está de visita por unos días.

El enólogo Hugo D'Acosta.
El enólogo Hugo D’Acosta.nayeli cruz

Su regreso a México tuvo muchas complicaciones, ya que su aprendizaje no fue fácil de traducir en una producción vitivinícola que tenía más de obligación industrial y demanda de mercado que de propuesta. Esto se debe a las obligaciones del Gobierno de esa época de contrarrestar las importaciones. Comenzó a trabajar para la empresa francesa Martell, a donde llegó con muchos sueños y el deseo de cerrar la brecha que había en el país con respecto a lo que había visto y aprendido. “La gente con la que trabajó en Martell me vio absolutamente loco. Con poco más de un año de estar administrando los viñedos, le dije al jefe de mi jefe, ‘oye, creo que para cambiar las cosas, mi jefe no puede estar aquí’. Luego, obviamente, al segundo siguiente me quedé sin trabajo”, recuerda entre risas.

Pone esta anécdota como reflexión, pues a partir de ese momento se abrió una brecha enológica sin posibilidad en México. A mediados de los 80, “dedicarse a esta actividad, que parecía importante, era un trabajo exótico para el que no había oportunidad”, dice.

Su mejor opción era mirar hacia el norte. A California, que comenzaba a tomar un auge muy importante. Después de cientos de cartas escritas con su currículum y cientos de negativas, finalmente respondieron diciéndole que inventara un número de seguro social y se fuera a los EE. UU. “Dejé Armani mojado, ilegal, pero con pasaporte y visa. Sin pasar por las penurias de muchas personas que pasan por este proceso migratorio. Aprendí mucho y la experiencia fue muy linda para redescubrir la actividad, pero como no tenía papeles, solo iba a ser capataz, entonces regresé a México”, explica.

Luego de varios años de experiencia como enólogo en importantes empresas vitivinícolas, D’Acosta decidió separarse y en 1997 la Casa de Piedra, una bodega independiente de inspiración familiar en el fructífero Valle de Guadalupe. El viticultor afirma que hacer un vino es como el trabajo de un editor. Ve una planta en una viña, que a su alrededor suceden cosas y entrega, por así decirlo, “su borrador o escritura” a través de un fruto. “A través del vino guía a la planta como un escritor, decoro su manuscrito y lo llevo al final de la forma menos tocada posible”, especifica.

Desde que D’Acosta asumió esta tarea de “editor” de la uva, han pasado por las almazaras de esta bodega 26 vendimias y 24 añadas con una “sensibilidad enológica” dependiente del contexto. Piedra de Sol, fruto de plantar su primer viñedo de uva Chardonnay hace 27 años en Baja California, es parte de esa aventura. Un vino blanco, inspirado en el poema homónimo de Octavio Paz. Las notas de cata lo presentan con aromas a manzana verde y cítricos como la naranja.

Viñedos en Valle de Guadalupe (Baja California), en octubre de 2022.
Viñedos en Valle de Guadalupe (Baja California), en octubre de 2022.GUILLERMO ARIAS (AFP)

Así como esta cosecha fue una de las piedras angulares de la empresa vitivinícola, ahora es un parteaguas ante la situación acuífera del Valle de Guadalupe, que se ve afectada desde hace varios años. “Más que hablar de las necesidades del Valle de Guadalupe, diría de las cualidades que tiene y lo que necesita es que nosotros como habitantes y agricultores entendamos cómo vivir con este ciclo para seguir haciendo viticultura por mucho tiempo. El cambio climático, el uso desmedido del agua, una forma diferente de trabajar la tierra, implica intentar acercarnos a la naturaleza”, puntualiza D’Acosta.

Esta situación lo ha llevado a pensar en un modelo diferente, uno que apele a la permacultura ligada a la milpa, basada en satisfacer las necesidades del hombre sin explotar los recursos naturales, sin contaminar y contribuyendo a los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Aunque no parezca mucho, “las grandes empresas se van a reír de nosotros, van a decir tanto espectáculo por un ratito”, dice D’Acosta. Sin embargo, ahora la distribución de las plantas de chardonnay, que son la materia prima de Piedra de Sol, se extiende sobre 4.000 hectáreas. Antes se producía de forma intensiva en una hectárea y media.

Una botella de vino Piedra de sol.
Una botella de vino Piedra de sol.nayeli cruz

“Era como esta idea de tener un jardín alrededor de tu casa. Era que casi todas las plantas, aunque fueran 10.000, podían tener un nombre. Debe haber concesiones no solo para hacer vino, sino también un replanteamiento de la forma de hacer agricultura. Sería más bien pensar en lo que la naturaleza necesita y demanda, no en el consumidor”, añade el enólogo.

Con casi 65 años, uno de los enólogos y enólogos pioneros de México aún no ve su declive en la profesión, aunque sus hijos cada vez más participan, actúan y toman decisiones en el negocio familiar. “Me encantaría no solo mirar los toros desde el costado. Si quieres preguntarme, estoy aquí con mucho gusto. Los veo involucrados, propositivos y lo que también me encantaría es no perder la oportunidad de aprender de ellos. Es una cosa que no te enseñan. Mi papá no me enseñó, o al menos no me dijo, que también se puede aprender de los hijos”, dice.

D’Acosta, sin dejar de lado Casa de Piedra, también piensa en cerrar los capítulos enológicos de su vida. Tiene un proyecto en el que planea hacer al menos 10 vinos diferentes, como una cuenta regresiva, casi emulando el anuncio de Quentin Tarantino con las 10 películas para terminar su carrera cinematográfica, aunque sus hijos lo llamen “dramático”. “Me imagino, con el gusto que tengo por el vino, haciendo vino. Cerrar pendientes o hacer acciones que no hiciste cuando estás en tu actividad central. Quiero hacer una cuenta atrás con vinos fuera de mi zona de confort e intentar hacer propuestas que ayuden a refrescar o incluso influir. Sí, me gusta influir”, concluye el enólogo.

Hugo D'Acosta en la Ciudad de México.
Hugo D’Acosta en la Ciudad de México.nayeli cruz

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