La alcaldesa de Tijuana, Montserrat Caballero, se escabulló de su escolta y se quedó sola en el gimnasio a las cuatro de la mañana; otras veces salía a comer unos tacos oa pasear a su perro por la calle. Esa vida en aparente libertad ha terminado. El 17 de mayo, uno de sus guardaespaldas fue atacado cuando conducía el vehículo, iba solo y tuvo suerte. Las amenazas por teléfono y carteles se han recrudecido en las últimas semanas y recientemente un individuo intentó entrar en su piso diciendo que tenía permiso del concejal. Demasiado. La Guardia Nacional sugirió que había que cambiar la dirección y este fin de semana se estaban dando los últimos toques a una casa militar del 28 Batallón de Infantería. Caballero se muda a un cuartel con su hijo de nueve años mientras amaina la tormenta que, en Tijuana, de vez en cuando truena más fuerte que de costumbre. Lejos de comprender, la alcaldesa ha recibido un aluvión de críticas: “Me han llamado cobarde, que me trasladan a una suite de lujo”, lanza la mano al aire como diciendo “y cada vez más cosas”. EL PAÍS ha hablado con Caballero en el Ayuntamiento de una de las ciudades más violentas del mundo y ha visitado la casa de la polémica, todavía vacía, donde este jueves los trabajadores tiraron de los cables eléctricos, repusieron trozos de hierba en la calle y un Cocina en ruinas esperando remodelación urgente. Solo será una residencia temporal: “Prolongar esa situación me llevaría a dejar el cargo, pero, de momento, no me voy”.
No hay un solo día del año en el que Tijuana no registre un homicidio. Qué uno, dos y tres y cuatro. El año pasado cerró la caja con 2.753 muertes violentas. Es la guerra de una frontera donde los principales negocios son las armas, las drogas y la prostitución, los más lucrativos del mundo. Los universitarios están acostumbrados a escuchar disparos desde la escuela, cuando los cárteles deciden imponer su ley, rompiendo el orden. Hubo un tiempo en que esta ciudad del Pacífico, hermanada con San Diego al otro lado del muro, era una tierra prometida. Harta de recibir golpizas de su padre, sus hermanos y luego su esposo, la madre de la alcaldesa, oriunda de Oaxaca, se mudó a Tijuana cuando la niña tenía dos años y dos hermanos; Con el tiempo serían seis cuerpecitos durmiendo en camas pegados uno detrás de otro en una casa que vivía en la pobreza extrema. “Pero yo no lo sabía. Mi madre nos enseñó que la pobreza es mental”. Militante del “sí se puede”, la mujer levantó la camada limpiando casas y su tercer parto se convirtió en una hermosa niña que terminó la Ley, fue diputada y ahora lucha por la alcaldía con una violencia incesante. Y con las deudas heredadas, dijo este jueves en el pleno que reunió a los ediles. Al final de la sesión, una nube de periodistas envuelve a la primera mujer alcaldesa que ha tenido la ciudad, que hoy luce un vestido azul marino con lunares blancos y una falda con vuelo. Tiene hermosos rasgos indígenas, pero eso, dice, no le ha traído más que racismo y clasismo de una parte de la población.
No es cuestión del narco lo que viste o el color de tu piel. Lo que les interesa es tener la bisnes en paz, es decir, que nadie venga a meter las narices en sus asuntos. Caballero sostiene que ha sido su lucha contra la violencia lo que ha desenterrado al crimen organizado con los pelos de punta y el hacha. Reitera a la prensa que en su mandato, que comenzó en 2021, han sido detenidos 60 asesinos y decomisadas 1.700 armas de fuego. “Parecen pocos, pero son suficientes para equipar un regimiento”, dice. Efectivamente, no son muchos, considerando que en Tijuana viven dos millones de personas y una población flotante eleva esa cifra a tres millones. Nadie puede contarlos, pero no sería descabellado pensar que hay cien veces más armas que eso en la ciudad. O muchos más, quién sabe. En cualquier caso, como recuerda Caballero, no corresponde a la policía local ni a la alcaldía luchar contra el crimen organizado. Carga duramente contra la fiscalía, que libera a los detenidos, critica. Esta semana dos hombres fueron detenidos tras el hallazgo de una furgoneta con siete cadáveres. Ya están en la calle, para disgusto de la alcaldesa.
Cómo alguien puede plantearse ser alcalde de esta ciudad, pudiendo ser abogado, verdulero o… cirujano plástico, que tampoco andan mal de este lado de la frontera. “En mis ideas juveniles estudié Derecho porque quería defender a mi familia, luego criminalística, me llamó la atención la policía, pero la política es la defensa de todos. Y también porque quiso vivir de eso, el que diga que solo está en política para ayudar a los demás sin ayudarse a sí mismo, miente”, dice Caballero en su despacho municipal, donde el aroma del humo del incienso da en la nariz del metete.
Casada con un iraní residente en Estados Unidos, la frontera es ahora la única vía de escape de esta mujer algunos fines de semana. “Él trata de convencerme de mudarme para allá, pero le digo que piense en su país, en las mujeres a las que podría salvar del martirio al que son sometidas, y entonces me da la razón. Tengo miedo, por supuesto, no soy de plástico, pero también tengo esperanzas. No le debo nada a nadie y si tuviera vínculos con el cartel, como dicen algunas acusaciones, estaría bien protegido. Las armas incautadas estos años son de todos los cárteles, no de uno solo, sin embargo, mira quién sale en la fiscalía, la ecuación es sencilla”, desafía. De todos es sabido que no tiene las mejores relaciones con la gobernadora de su estado, Baja California, Pilar Ávila Olmeda, pero sus dardos van dirigidos sobre todo a la Fiscalía. En quien sí confía es en “el presidente [Andrés Manuel López Obrador] y en el Ejército”, y en su lista de amigos también está Ken Salazar, embajador de Estados Unidos en México, con quien conversa a menudo. “No digo que los alcaldes o gobernantes anteriores estuvieran coludidos con el crimen, pero muchos simplemente han cerrado los ojos”, sostiene. “Cuando digo estas cosas me responden que no soy político, porque no es bueno que nadie diga la verdad. Me convierto en la de la peste, la que en su casa dice que la viola su padrastro”, compara.
Un ascensor privado la sube y baja desde el estacionamiento hasta su oficina donde, antes de entrar, un cartel prohíbe hacerlo con armas de fuego. Siempre está rodeada de guardaespaldas, que estos días se han multiplicado. El blindaje de su camioneta oficial es de tal calibre que se necesitan músculos para cerrar la puerta. Otras dos furgonetas del mismo tamaño le tapan el paso. Y luego cierran la comitiva dos vehículos de la Guardia Nacional con bandejas descubiertas cargadas de uniformados con ametralladoras apuntando a los cuatro puntos cardinales. Todo un espectáculo para ir de paseo. Decenas de agentes se turnan para protegerla. “No puedo abrir la ventana de mi camioneta”, dirá en la conversación.
“Dicen que soy un cobarde, pero había un secretario de Seguridad en este Ayuntamiento que se fue a vivir a un cuartel y le decían valiente”, reprocha. También ha habido concejales tijuanenses que trasladaron sus casas a Estados Unidos, a pocos kilómetros de la Alcaldía. De todos modos, el piso de la alcaldesa tenía demasiadas ventanas y se le advirtió de las dificultades de garantizar la seguridad con esas paredes transparentes. ¿Suite de lujo? “He tenido que comprar otros muebles, porque algo de lo que tenían no cabe en la casa nueva. Pasé de una casa pobre a otras más lujosas cuando era diputado, me salté la sección media. Esta casa cuartel ahora es solo eso, el departamento con el que soñaba cuando era joven, una casa normal. Estoy acostumbrado a vivir con modestia, pero nadie quiere vivir en un cuartel”. Por si alguien tenía dudas sobre su vida privada, ahora revisarán su celular y esa vigilancia militar garantizará, dice, que no tiene manipulación de los cárteles.
El cuartel del Batallón de Infantería 28 es como un pueblecito de calles uniformadas, como cualquier colonia militar, agradable si se quiere, pero carente de personalidad. Los techos son los mismos, los pisos son los mismos, las aceras [aceras] Son iguales. No es una urbanización de lujo donde detrás de cada muro prima la competencia de los decoradores. Aquí no hay más muro que el de la frontera, la puerta de la alcaldesa da a la calle. Ni un jardín, ni una piscina, ni una cerca de enredadera florida con abejas. Un panal de trabajadores trabajó estos días para limpiar un lugar vacío. En la sala de estar todavía hay un fregadero para migrantes, cajas de herramientas, escaleras de tijera. Tres habitaciones pequeñas, dos baños comunes y corrientes que necesitan desesperadamente un cambio de vajilla y una cocina pequeña y destartalada que necesita ser demolida y construida una nueva, sin dudarlo. Ese espacio se desahoga en un patio con piso de concreto revestido con uralita antigua. Lo más coqueto, entrañable, son los techos abuhardillados de madera, lástima que estén pintados de acrílico marrón. El suelo es de baldosas de colores. Beige en todas las habitaciones y los rodapiés necesitan albañilería y pintura, como todo lo demás. Tal vez con algún mobiliario moderno… La casa está rodeada de árboles ya lo lejos se abre el bosque donde los soldados practican tiro al blanco que a veces termina en incendios. Abajo puedes ver Tijuana, pero no desde la ventana, tienes que llegar a la calle para tener esas vistas. Pero puedes salir a jugar, andar en bicicleta y pasear al perro. Menos da una piedra, pero una suite de lujo, nada de nada, no alcanza ni a una suite, sea lo que sea.
“Es un lugar para dormir, prácticamente, pero mi hijo podrá salir afuera a jugar”, dice Caballero. Y lo repite para quien quiera oírlo. “No me voy a ir, no me voy a ir del cargo”.
Suscríbete aquí hacia Boletin informativo de EL PAÍS México y recibe toda la información clave de la actualidad de este país