Más que polifacético, Porfirio Muñoz Ledo fue un hombre polifacético, de esos cuya personalidad, según los diccionarios, expresa distintas cualidades, pero principalmente condensada en su caso en una de ellas muy por encima de las demás: la suya era la política o dicho de otro modo. , la suya fue una vida consustancial al poder: la ambición por lograrlo, la fascinación por conservarlo, el placer de disfrutarlo y el miedo a perderlo. No era un profesor en el sentido académico, pero su conversación era magistral; no fue un pensador solitario, pero su actividad pública destilaba densidad intelectual y lectura sofisticada; no era un escritor profesional, pero produjo numerosos libros, ensayos, testimonios y entrevistas (hay casi mil páginas de historia oral con los Wilkies desde 2017); No era fácil de tratar, pero su verbo y su especial sentido del humor lo convertían en un seductor nato.
Si hubiera que coagular estas dimensiones, Muñoz Ledo era, al mismo tiempo, el zorro y el erizo del verso de Arquiloco: un tipo de personalidad que, según la interpretación de Isaiah Berlin, por un lado, “relaciona todo con una una visión central única, un sistema más o menos congruente o consistente a partir del cual entienden, piensan y sienten” y, por otro, “persiguen muchos fines, muchas veces inconexos e incluso contradictorios”. Poder e ideas. La política y el intelecto. Pragmatismo y cambios partidistas.
Creo que conocí a Muñoz Ledo por primera vez a principios de los ochenta en una recepción que le dieron a algún famoso escritor en Coyoacán, y tiempo después lo conocí en la Secretaría de Educación Pública (SEP), donde yo trabajaba, mientras esperaba ser recibido por Don Jesús Reyes Heroles. En un lenguaje torrencial me resumió en unos minutos una conferencia que acababa de dar, cuando era representante de México en la ONU, en el Dartmouth College (New Hampshire), donde hay unos murales de José Clemente Orozco —”El provincianismo debe ser rechazado cuando habla de Orozco -dijo- y que quería proponerle a “Jesús” —omitió deliberadamente el “regalo”— hacer un libro de gran formato sobre ellos, aunque sentían una velada atracción mutua, ambos personajes nunca tuvieron una relación fluida, básicamente porque era un torneo de vanidades y egos, pero sobre todo porque Reyes Heroles odiaba a Luis Echeverría, quien lo había reemplazado en 1975 precisamente con Muñoz Ledo, en la presidencia nacional del PRI. que, íntimamente, Muñoz Ledo siempre aspiró a ser el sucesor natural de los Reyes Heroles: ninguno llegó a la presidencia de la República, pero disfrutaron ejerciendo la máxima influencia posible, exhibiendo las ventajas de la inteligencia y siendo vistos como la personificación del político-intelectual. por excelencia de la vida pública en México.
Años después, cuando los vientos electorales de 1988 habían amainado y se construía la reforma electoral y el nuevo Instituto Federal Electoral (IFE), Muñoz Ledo comenzó a tener contactos más frecuentes con el gobierno. En 1991, siendo presidente del PRD, se reunió, creo que solo por primera vez, con el presidente Salinas de Gortari en Los Pinos, y habitualmente preocupado por su imagen, vino a mi oficina, hiperactivo y animado, a revisar y corregir el comunicado de prensa respectivo en detalle. Desde entonces, ha sido un asiduo de importantes eventos gubernamentales, especialmente de carácter internacional. Todavía en noviembre de 1994 mantuvieron una larga entrevista en una casa particular. “Fue una charla, como siempre con Porfirio, creativa y llena de ideas”, según Salinas. En años más recientes, cada vez que viajaba a Chile, venía a visitarme y pasábamos tardes enteras hablando en la embajada de México en Santiago.
Hablamos por última vez cuando fui a la Cámara de Diputados, que él presidía, en octubre de 2018, para explicar la Reforma Educativa (así, con mayúsculas, claro); Durante la sesión pedí unos minutos para ir al baño y, con el ánimo que mejoró con el tiempo, decretó solemnemente un receso porque “el compareciente debe realizar una acción indelegable”.
Hay dos ingredientes más esenciales en la biografía de Muñoz Ledo.
De lejos, parece claro que Porfirio vivió en permanente tensión entre el placer contemplativo del intelecto y la cultura, y el combate puro y duro del poder, la política y lo que él mismo llamó el “infierno burocrático”, resuelto finalmente a favor de la de este último, lo que explica el pragmatismo de sus cambios partidistas. De haber sabido lidiar con ese infierno, admitió en 2020, “habría ido más allá”. Formado en una de las generaciones más interesantes —la Mid-Century, así llamada así por la revista que editaba este grupo y de la que era secretario de Redacción—, provenía de las ciencias sociales, había estudiado en Europa, era un conocedor y amigo de todos los escritores más importantes de la segunda mitad del siglo XX. “Respirados en la misma cápsula del tiempo, éramos camaradas entusiastas en viajes teóricos, estéticos y mundanos”, escribió una vez.
Desde ese espacio, muchos de ellos hicieron el recorrido ideológico y político —Cuba, el Movimiento de Liberación Nacional, el activismo cardenista, por ejemplo— y desde allí iniciaron su viaje a Damasco, incorporándose al gobierno del PRI, con Echeverría y López Portillo. , del cual Porfirio fue un actor muy relevante. El siguiente paso era, lógicamente pensaron, que una vez concluida la etapa de los generales y abogados posrevolucionarios, le tocaría a esa generación hacer desde el poder, en el México de fin de siglo, la transición, sea cual fuere esta quiso decir. Como es bien sabido, el mundo fue cambiando, otra generación los superó, la historia pasó, en cambio, y en buena medida fomentó las fracturas del viejo partido hegemónico, del que Muñoz Ledo fue el principal protagonista. Esta “poda generacional”, como él mismo la calificó, fue en gran medida el origen de la tortuosa trayectoria política que siguió hasta su muerte.
El otro aspecto, que fue quizás su vocación más íntima, fue el de la academia y el magisterio. En una evocación a Mario de la Cueva, su legendario profesor en la Facultad de Derecho de la UNAM, Muñoz Ledo escribe: “El Maestro De la Cueva me ató a una vocación filial de la que no he podido escapar y a la que debo gran parte . de las convicciones que me sostienen y no pocos de los reveses que he sufrido. Sus actitudes políticas resultaron desconcertantes tanto para los pragmáticos como para los dogmáticos porque no obedecían al apetito de poder ni a la consigna partidista.
En perspectiva, en la carrera de Porfirio Muñoz Ledo hay, pues, dos versiones de sí mismo: anhelaba ser el maestro, pero obedecía las reglas crueles y fascinantes del poder. Y, como demuestra la historia, el instinto, la ambición y la pasión son las células que alimentan y conectan ese sistema nervioso del poder y la política, del que nadie está exento. Ni siquiera Porfirio, el personaje poliédrico.
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